viernes, 11 de noviembre de 2011

Una noche de reflexión

(Séptima entrada, versión final)

Hoy viernes, fue el día del examen. No nos dieron armas de fuego para combatir. Solo nos proveyeron picahielos, navajas,  grandes cuchillos  y cadenas. Tuvimos que pelear con habilidad, inteligencia y brutalidad para acabar con nuestros adversarios. No sé si es alegría o dolor lo que siento. Estoy tan feliz porque mi hermano y yo logramos aprobar el examen, pero yo me pregunto ¿A costa de qué?... Matamos a aquéllos que alguna vez fueron nuestros amigos, con quienes vivimos buenas y malas experiencias. Me siento fatal por lo sucedido pero no me arrepiento: no tuve opción entre ayudar y salvar a mi hermano o enfrentar a nuestros amigos, a quienes varias veces extendieron su mano para brindarnos su ayuda en momentos críticos.  Hubiese querido una tercera opción; lo lamento mucho.

Un amigo trato de asesinar a mi hermano cuya acción provocó que yo le quitara la vida. Él se acercó violentamente a mi hermano; lo hizo con cautela para sorprenderlo y derribarlo, cuando lo tenía en el suelo, levantó su mano, miró al cielo y dijo: -lo lamento Manuel-, inmediatamente intervine, tomándolo por el cuello y con una daga, que me habían prestado anteriormente los oficiales, le perforé un pulmón y le dije: –perdóname a mí, estimado amigo- después la saqué y volví a incrustar la daga, pero esta vez en su corazón. Poco después me levanté y aconsejé a mi hermano que tuviera más cuidado.
A lo largo del enfrentamiento muchos reclutas caían muertos. Solo quedábamos aproximadamente 80 jóvenes de 500. Los oficiales analizaron la situación,  entonces decidieron tocar la trompeta y  dar fin a la masacre. El número de reclutas disminuyo drásticamente, lo cual indicaba que serían pocos soldados los que irían al campo de batalla a pelear nuevamente y morir en él.

Lo sucedido en el campo de entrenamiento fue sanguinario e inhumano. Observé como fluía la sangre inocente de mis camaradas caídos. El lugar donde se llevó acabo el examen adquirió una tonalidad rojiza, y aún se podía sentir la calidez de las almas de mis compañeros. Los gritos no faltaron; muchos pedían piedad, incluso había quienes sufrían demasiado y pedían su propia muerte. Nadie acudió a ayudarlos. Me sentí inútil y me dije a mi mismo - soy un mal agradecido, pero es mejor perder mi honor, que perder a mi hermano-. No me separe de mi hermano en ningún momento, ya que yo solo tenía un objetivo: protegerlo. Aún a costa de mi propia vida. Él y yo demostramos determinación y habilidad en dicho combate, pero considero que nadie salió victorioso; solo regalamos un gran espectáculo a los oficiales que están al mando, quiénes se regocijaban de alegría al ver como asesinábamos, y eran asesinados nuestros amigos, quienes al igual que nosotros también eran víctimas y no tenían culpa alguna.

El sol se oculta y empieza a obscurecer. El cielo refleja tristeza y melancolía porque también lamenta lo sucedido. Lo peor está por venir. En una semana nos enviaran al campo de batalla en contra de las tropas de Guatemala. Esto indica que solo nos queda una semana de vida, lo cual provoca un vacío en mi corazón, porque tal vez muera y no podré despedirme de mis seres queridos. Jamás regresare a casa.

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